Las meriendas son una comida merecida y es necesario recuperar el esplendor del que fuese su alimento estrella: el bocadillo.

¿Sabían ustedes que la palabra merienda tiene un origen militar? En latín, merenda designaba la comida que, preferentemente por la tarde, se distribuía a los soldados. ¿Y sabían, además, que ese vocablo encierra un sentido de «mérito»? Deriva del verbo latino del que nació nuestro verbo «merecer». Debía repartirse a la tropa porque «se la habían merecido». Así que merienda indica una «comida merecida», una comida que debe realizarse. Este significado etimológico cuadra muy bien con una idea que en estas páginas he repetido numerosas veces: la conveniencia de realizar cinco comidas al día, entre las que figura la merienda.

Convencidos de su necesidad, con frecuencia me preguntan: ¿pueden los bocadillos ser los protagonistas, incluso a diario, de una merienda saludable para nuestros hijos? La respuesta, en contra de lo que tal vez muchos pensaran de antemano, es sí. Es erróneo asociar necesariamente la ingesta de pan con peligro de obesidad: de entre los países del entorno europeo, Turquía es el de mayor consumo de pan, ¡y su índice de personas con obesidad es el menor de todos! Para elaborar un bocadillo sano hemos de tener en cuenta algunos criterios relativos tanto al pan, como al «relleno»:

  1. El pan debería ser siempre integral porque aporta más fibra y, por ello, su repercusión en la elevación de los niveles de azúcar en sangre es menor. Menor es, también, la absorción del colesterol que pudieran contener los otros alimentos presentes en el bocadillo; se llega antes a la sensación de saciedad. Y, pudiendo elegir, no transformemos el bocadillo en sándwich: el pan de molde se halla mucho más procesado, con los inconvenientes que ello comporta.
  2. Es posible elaborar un bocadillo apetecible sin recurrir siempre a fiambres y embutidos: con atún, sardinas o caballa (saludables pescados azules) en conserva al natural, añadiendo un poquito de aceite de oliva virgen (los que ya vienen conservados en aceite suelen serlo en aceite refinado, más barato, pero menos recomendable); con queso fresco o bajo en grasa, acompañado de alguna rodaja de tomate, lechuga…
  3. Si nos centramos en los embutidos y fiambres, prefiramos los más bajos en grasas (pechuga de pavo y pollo, jamón serrano, jamón cocido, lomo) y recurramos con menos frecuencia a los de mayor contenido en ellas (chorizo, salchichón, salami, chopped, mortadela). Comprémoslos mejor al corte que ya envasados (estos últimos contienen más aditivos). Les planteo un pequeño desafío: ¿por qué no probamos alguna vez a rellenar el bocadillo con finas lonchas de carne mechada cocinada por nosotros? Sigue siendo carne, como los rellenos anteriores, pero sin los inconvenientes de un alimento procesado.
  4. Cualquiera de las elaboraciones anteriores es preferible a una pieza de bollería industrial.
  5. No olviden que «bocadillo» es una palabra que, como su propia forma gramatical indica, es un diminutivo. Los problemas aparecerán si permitimos que se convierta en aumentativo por la excesiva cantidad, tanto de pan, como de su contenido. Cuentan, no sé si con fundamento histórico o no, que el sándwich surgió en el s. XVIII en la mansión del inglés John Montagu, cuarto conde de Sandwich –de ahí el nombre del invento–. Era tan apasionado de los naipes que se resistía a levantarse de la mesa de juego para acudir a la de la comida. Sus criados se las ingeniaron para que pudiera comer sin dejar de jugar: utilizaron dos rebanadas de pan para evitar que el conde se manchase los dedos con el fiambre y las carnes frías que le servían. Y yo añado: sería todo un caballero británico, pero no lo pondría como ejemplo, no ya por su ludopatía, sino por el sedentarismo que comportaba su afición y por la escasa variedad de su dieta.

Ya ven: no hay que demonizar al bocadillo. Lo verdaderamente decisivo es el conjunto de nuestra dieta y nuestro estilo de vida.

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